Entonces me dio la Náusea : me dejé caer en el
asiento, ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar lentamente los colores a mi
alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado,
me posee. Estas palabras encadenadas por Jean-Paul
Sartre en La Náusea ,
lo dicen todo acerca de ésta obra suya, más suya, tan suya. Dicen todo y nada.
Éstas palabras son el hecho mismo desgarrado, cortado por la pluma o por el
filo de las hojas de un diario ínfimo; son un punto fuerte porque al leerlas
uno puede vivenciar la explicación de por qué Sartre ha elegido el nombre de La Náusea para su novela,
aunque luego de recibir noble y desasosegada su respuesta, podemos bien pensar
que éste nombre lo ha poseído, como lo ha poseído ‘el cuerpo’ que contiene a
dicho nombre. La
Náusea no está en mi; la siento allí en la pared, en los
tirantes, en todas partes a mi alrededor. Es una sola cosa con el café, soy yo
quien está en ella. Cuerpo con
cuerpo. Las cosas se han desembarazado de sus nombres, escribe, y escribe más, mientras que aquí
mis palabras todas no son más que una: ¡Léanlo! las otras están de más tanto
como el movimiento de un dedo está de más. Léanlo como si leyeran un rostro con
la expresión de un grito en suspenso y por eso, eterno. Pero ¿A quien está
dirigido éste grito perpetuo? A sí mismo, a la propia sensación
de existir, esa larga serpentina. Un
“estado” latente, una maniobra sin tregua. Aunque me
quede, aunque me acurruque en silencio en un rincón, no me olvidaré. Estaré
allí, pesaré sobre el piso. Soy. Sin
embargo la huida de existir es incesante, esa pugna por salir, tornándose
absurdo cualquier acto que se realice, pues la existencia ya es un acto
completo y absurdo. Me siento más olvidado que nunca. no quiero hacer nada;
hacer algo es crear existencia, y ya hay bastante existencia. No hay salida posible, hay posibles formas
de soportar, de amortiguar la extravagancia de faltar al ser, de lavarse del
pecado de estar aquí, tan ojeados y tremendos. Comer,
dormir. Dormir, comer. Existir lentamente, dulcemente, como ésos árboles, como
un charco de agua, como el asiento rojo del tranvía. La inexplicable añoranza de llenar vacío lo deja
desbaratado, pues es un vacío sólo para él, que sabe del absoluto pero cuyo
centro se le escapa por los orificios de su rasgadura. Qué
cimas alcanzaría si mi propia vida constituyera la materia de la melodía. Y nadie que lo entone! Sus palabras no se
asemejan en nada a un canto, por el contrario son el plasma más cercano a la
mera idea de una anulación. Palabras difíciles. Un cerrar las piernas, un
extirparse sin necesidad de probar remedios.
No hay asilo para
quien caminando segrega hilachas, cómo desampara éste impulso forzado a ver las
naranjas en el naranjo.
Y aquel que esté dormido en su buena cama,
en su dulce cuarto caliente, se despertará desnudo en un piso azulado.
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