* como una luna silenciosa *

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(no hacen ruido las mariposas)


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Al buen tiempo nueva cara



Cuando una se corta el pelo se descubre una nueva cara. De repente te ves los ojos que no tenías, y las mejillas y la nariz y la boca, todo el rostro se enciende: pasa a ser de otro color, más lumínico. Será por eso que no logro poder comprender a esas mujeres que conservan en el tiempo un mismo corte o tienen el cabello siempre igual, tan alineado, tan derecho, tan lleno de miedo. 

No gustamos de las peluquerías para cortarnos el pelo, no, no nos gustan nada. Nos incomodan sus sillas, nos intimidan sus espejos, nos comen la lengua las habladurías de éstos lugares, no nos interesan para nada. Tenemos recuerdos de malas experiencias: casi siempre te hacen lo que quieren, lo que menos pediste que te hicieran y una, envuelta en ése pequeño mundo peculiar, está como suspendida, como careciendo de voluntad y lo peor que podés hacer es entregarle tu cabeza a un peluquero o darle indicios de ignorancia respecto a lo que querés, ya que existe un 99% de probabilidad de que en esa situación tu insatisfacción con tu pelo, y por consiguiente con vos misma, se irá por las ramas… algo difícil de subsanar o en el peor caso, termines decapitada. Es por ésto que preferimos hacerlo en la intimidad de nuestras casas, con la tijera de "usos múltiples"-cortamos papel, tela y pelos- aunque corte poco y nada o esté descentrada; únicamente así será éste un momento de una, como acaso debe ser.


Cortarse el pelo es señal de cambio, de movimiento, de estar en sintonía con la danza de la vida. Lo sabemos nosotras, es casi instantáneo: cuando una amiga tiene un nuevo corte, aunque sea mínimo, sabemos que algo cambió en ella o al menos que está queriendo un cambio en su vida  -no sabemos que está primero-, es así que advertimos el rostro del cambio en la actitud renovada de la amiga, la cual es, por supuesto, contagiosa ¡queremos descubrirnos así de frescas, así de nuevas!... “El cabello crece total”, dicen quienes tenían una cabellera larga como la de Ofelia y deciden cortarla a lo garçon, mostrándose no muy convencidas del cambio y sin poder admitir que si cortás, cortás! Porque cortarse el pelo es eso, sobre todo, cortar: Un aire renovado, un encontrarse en sintonía con la danza de la vida.



Madre e hija


Conejo de hule
segrega antónimos.

               Llanto
               Escupitajo
                               por el crucifijo troglodita. Cena a espaldas sucias.

               Tic Tac
                            : Suena a él.
               Tic Tac

Una pide que le recen por ella, que está sola y desenamorada.
Otra se enjuaga las rodillas con jabón, hasta quedar coloreadas de eterno retorno.

Una y otra son madre e hija,
la negación y el aborto,
el punto selvático probando multiplicarse.
Ocupas del espacio
y doce campanadas:
                             O siempre es tarde
                             O tiempo es lo que sobra.

                  Burbuja y beso y luto.

Mónadas encrucijada

El secreto y el parto de orillas aglutinadas
                                      serpentina y red
medias de red, sobre piernas hinchadas y henchidas. Sangre espesa rodando sobre macizos troncos que sirven de apoyo ante la pérdida del hijo. Son toda madre socorriendo el peligro de caer tan libre... demasiado latir allí había. Sucedió lo mejor. También demasiado vacío.

Una se evade con saltitos de niña embolsada.
Otra se encoje en el conejo (de hule que segrega antónimos) de una.
Una y otra llevan a rastra el laterío de los novios (se invaden de nostalgia), se refugian en alcohol de quemar.
Una no entiende su estadía de fémina prenda felina condenada a la orfandad.
Otra nunca quiso la condición.

La inocencia y la débil ternura.

Y fue tan natural no volver a casa.
Y quedarse maltratando y esperando;
tomadas al paseo rojo, al paseo negro.

Una condena el metro cuadrado de toda madre y se cura el orzuelo con un anillo de oro inexistente.
Otra odia los extremos y lo inconmensurable de su vientre.



Él no ha recibido antes tanto amor. 




Sobre “La Náusea” de Jean Paul Sartre.



Entonces me dio la Náusea: me dejé caer en el asiento, ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee.  Estas palabras encadenadas por Jean-Paul Sartre en La Náusea, lo dicen todo acerca de ésta obra suya, más suya, tan suya. Dicen todo y nada. Éstas palabras son el hecho mismo desgarrado, cortado por la pluma o por el filo de las hojas de un diario ínfimo; son un punto fuerte porque al leerlas uno puede vivenciar la explicación de por qué Sartre ha elegido el nombre de La Náusea para su novela, aunque luego de recibir noble y desasosegada su respuesta, podemos bien pensar que éste nombre lo ha poseído, como lo ha poseído ‘el cuerpo’ que contiene a dicho nombre. La Náusea no está en mi; la siento allí en la pared, en los tirantes, en todas partes a mi alrededor. Es una sola cosa con el café, soy yo quien está en ella. Cuerpo con cuerpo. Las cosas se han desembarazado de sus nombres, escribe, y escribe más, mientras que aquí mis palabras todas no son más que una: ¡Léanlo! las otras están de más tanto como el movimiento de un dedo está de más. Léanlo como si leyeran un rostro con la expresión de un grito en suspenso y por eso, eterno. Pero ¿A quien está dirigido éste grito perpetuo? A sí mismo, a la propia sensación de existir, esa larga serpentina. Un “estado” latente, una maniobra sin tregua. Aunque me quede, aunque me acurruque en silencio en un rincón, no me olvidaré. Estaré allí, pesaré sobre el piso. Soy. Sin embargo la huida de existir es incesante, esa pugna por salir, tornándose absurdo cualquier acto que se realice, pues la existencia ya es un acto completo y absurdo. Me siento más olvidado que nunca. no quiero hacer nada; hacer algo es crear existencia, y ya hay bastante existencia. No hay salida posible, hay posibles formas de soportar, de amortiguar la extravagancia de faltar al ser, de lavarse del pecado de estar aquí, tan ojeados y tremendos. Comer, dormir. Dormir, comer. Existir lentamente, dulcemente, como ésos árboles, como un charco de agua, como el asiento rojo del tranvía. La inexplicable añoranza de llenar vacío lo deja desbaratado, pues es un vacío sólo para él, que sabe del absoluto pero cuyo centro se le escapa por los orificios de su rasgadura. Qué cimas alcanzaría si mi propia vida constituyera la materia de la melodía. Y nadie que lo entone! Sus palabras no se asemejan en nada a un canto, por el contrario son el plasma más cercano a la mera idea de una anulación. Palabras difíciles. Un cerrar las piernas, un extirparse sin necesidad de probar remedios.
No hay asilo para quien caminando segrega hilachas, cómo desampara éste impulso forzado a ver las naranjas en el naranjo.


Y aquel que esté dormido en su buena cama, en su dulce cuarto caliente, se despertará desnudo en un piso azulado.



tu nombre suena a campanitas, dijo.

y dijo tantas cosas...


también "no soy naturaleza",


algo que comparto...


(aunque necesite volver a ella, reiteradas veces)







Visualizo
mi columna vertebral

Es un collar de flores silvestres, 

de distintos tamaños según las vértebras

Flores entre rojas y fucsias, su color es indefinido pero refulgente



Soy toda flores y mi cuerpo vuelto pequeño / insignificante



*

_los hombres también pueden tener flores

_si, como cuando se casan que se ponen una acá (señalando el costado del pecho donde habría un bolsillo o un corazón)



´¿’
Oigo

Canto de pájaros

El canto de un hombre 


Niños gritando / alboroto


El reloj de la cocina, 

pero no soy consciente de él,
es sólo un reloj 
–como la figura arquetípica ¨reloj¨.